5 de junio de 2008

EMPATÍA...


LA HORA …







Un habitáculo blanco sin decorados, un ambiente frío con un silencio rotundo a la espera de la señal de alarma. Multitud de rostros buscaban rastreando en su interior viejos acontecimientos. En sus pensamientos se hilvanaban imágenes y palabras sin letras. Entre sus manos el punzón o estilete.
Lentamente se les aparecían alfabetos desordenados que creaban frases y signos que adquirían poco a poco su sentido. Los ojos de aquellos encadenados, a veces, se levantaban abstraídos. Sus bocas se abrían atónitas a la espera. Mientras, el tiempo transcurría plomizo.
Se hallaban en un campo de concentración bajo el lema “EL TRABAJO OS HARÁ LIBRES”. Permanecían unidos junto a crueles calamidades y por un fatídico destino. Todos allí, reunidos en el trabajo avasallador y forzado mientras por sus cabezas bullían oscuros episodios de viejas historias.
Miraban a un lado, al otro y sintieron el frío de la cárcel, el calvario de aquella humillación generada por la arrogancia de unos seres contra otros. Miraban al frente y se encontraban con los ojos de miembros de la Gestapo, que con atroces comportamientos infringían castigos sádicos. El ruido de las sirenas y el olor de los hornos dominaban sus flacos espíritus. El sonido de las botas militares y los quejidos de almas rotas en el vacío retumbaban.
Allí estaba aquel mundo creado por el nazismo, por su intolerante mentalidad, creadora del mito de los arios, raza perfecta, dominadora del mundo.
Ellos, pobres semitas, comunistas o gitanos, serían utilizados como cobayas para los mayores latrocinios y fatídicos experimentos. De vez en cuando, se oían las marchas militares o los cánticos de Walkirias o los sueños de dioses nibelungos. El espeluznante olor seguía provocando las náuseas, sin nada que arrojar sobre los suelos carcomidos.
De pronto, desde los altavoces colocados en diversos puntos del campo, sobre postes que apuntaban a un cielo negruzco, los esperpénticos ladridos de aquella fiera que propugnaba la necesidad de aplicar la exterminación total. Las alambradas se estremecían afiladas y paralelas al discurso mortal. Todos ellos, por un momento, recordaron aquella tarde de 1932 en que le vieron en una marcha por las calles de Berlín, antes de que lograra el poder total y estableciera su dictadura. Lo habían visto entre el aplauso de multitudes exaltadas que sentían que aquel cabo con bigotito y de mirada visionaria los sacaría de la crisis. Pensaron que podría traerles un imperio eterno bajo la cruz gamada.

En aquella ocasión, sintieron entre sus huesos pinchazos que quebraron sus fuerzas. El miedo se apoderó de ellos. Oyeron sus proclamas y sus ardientes sueños de águilas rapaces. Algo intuyeron y sus cuerpos quedaron fríos, helados.
Y ahora, desde aquél sórdido espacio cubierto de alambradas comprendieron que la fiera había alcanzado su vil anhelo, la gloria del poder, la intolerancia hacia el que no pensase como ellos. Había acabado la esperanza para los que soñaron un mundo en libertad y democracia.
De pronto, una nueva alarma vibrante rompió en el silencio. El espacio blanquecino se tornó en bullicio. Un giro en el tiempo los balanceo hasta el presente. Todos retornaron a otra realidad. Dejaron de escribir. Se miraron extrañados al sentirse vivos y sanos.
Se habían identificado tanto con el tema, con tal empatía que sintieron en su propia carne, en sus sentidos, el dolor y suplicio de aquel brutal pensamiento.
El duro examen de Historia que habían realizado les había llevado a sentir y vivir la amarga experiencia del nazismo. Y vieron la Historia con otros ojos, la sintieron en sus propias carnes y sensaciones. La hicieron suya.

Con el timbre del cambio de clase respiraron con libertad y, afortunadamente, por todo el Centro se expandió, de nuevo, su enérgica vitalidad juvenil.


José Luis

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