9 de diciembre de 2008

La cita....

Y aquella mañana me presenté, puntual. Había una cita por medio. Reinaba un ambiente frío, silencioso en aquel lugar. En los pasillos la gente aguardaba. Las sillas de plástico soportaban el peso de las personas que esperaban, pacientes, su turno. Las miradas se entrecruzaban. Los ojos hablaban callados, mientras los pies de más de uno marcaban el ritmo de los segundos. Ancianos, niños, mujeres, hombres, también, habían sido citados. Pasaban los minutos, las horas. Y todo transcurría lentamente. El tiempo se hizo dilatado y denso.
No oía que me llamaran. Parecía que se habían olvidado de mí. Otras personas comenzaban a alterarse. Un niño se levantaba y corría juguetón. La madre saltaba tras él. De tarde en tarde se abría la puerta, alguién salía. Y volvía a sonar una voz desde el interior, que pronunciaba un nuevo nombre.
La espera continuaba. De vez en cuando se intercalaban algunos comentarios, mientras las miradas se lanzaban difusas a la busca de un horizonte placentero. Por fin, sonó mi nombre y entré en la sala. En frente, entre el ordenador y la mesa, un personaje miraba, cansado, a mi cara. Sentí la presión y la angustia. Quise desaparecer de aquel lugar.
Y me preguntó:" ¿Qué le pasa?". "Ya nada", dije. "Cuandó pedí la cita estaba malo. Pero, después de un mes ya se me quitó. Me dieron la cita para hoy, pero ya estoy bien". "Entonces ¿para qué ha venido?". Y con cierta sorna comenté: "Pues como tenía la cita, así aprovechaba para verle y sacaba algunas recetas..." Y, diligente, estampó su rúbrica en cada uno de aquellos papeles, que certificaban mi pasada enfermedad. Salí algo contento, pues por lo menos me había librado de la enfermedad, de la larga espera, de pedir una nueva cita, aunque nunca se sabe hasta cuando...

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