26 de febrero de 2009

El ajusticiado...

Por fin, había llegado la hora de cumplir el veredicto. Por las calles de aquel pueblo, el público esperaba ver al acusado camino a su castigo. Todo el mundo presente lloraba, censuraba o maldecía al controvertido personaje. En sus caras se notaba la expectación y, a veces, la pena. La noche estaba negra. Una luna en cuarto menguante se anunciaba tímida en lo alto. Y un frío pelado bajaba desde las montañas acariciando con mala leche los rostros de los presentes.
Comenzaron los preámbulos y salió la dura marcha con el reo como protagonista principal. Niños y mayores acompañaban. Llevaban en sus manos antorchas encendidas. El olor y el humo se extendían llenando la atmósfera de un mal presagio. Las campanas de las diez sonaron en la vieja iglesia barroca. Mayores, viejas y mozalbetes ataviados con trajes negros y velos negros caminaban entre sollozos y lagrimas por el condenado a la pena capital. Retumbaban los tambores y las cornetas y el bullicio aumentaba a lo largo del fatal recorrido. La gente increpaba entre gritos y alaridos. Una vez más la justicia había tomado su decisión final.
La comitiva continuó su sendero. La muchedumbre que le acompañaba seguía el rito. En la plaza del pueblo, junto al Ayuntamiento, se había acordado instalar el lugar de la ejecución. El público se agolpaba en los laterales a lo largo de la ruta para ver el paso del reo. Los gritos continuaban escuchándose entre el frío silencio de la noche helada. El calor de los tambores y de las cornetas se entremezclaba con el bullicio mortecino y gritón del populacho. Muchas mujeres llevaban en sus brazos a pequeños críos y les señalaban al condenado. Las caras de sorpresa, las expectantes miradas, los movimientos angustiosos de los que lloraban por la muerte próxima del reo componían un paisaje de terror y miedo. Pero este se mantenía firme, su rostro impersonal no transmitía pena ni angustia.
Se llegó al lugar donde se haría cumplir el veredicto. La plaza bullía. El clamor del pueblo era patente. Las antorchas se extendían por todo el escenario. El humo y los gritos se arremolinaron en aquella escena patética. Bajaron al reo, lo llevaron al lugar que se había preparado. Todo estaba previsto. Se le ató al poste erigido como un mástil en el centro de la plaza. Se le rodeó con cuerdas y se dejó a su alrededor un espacio libre. En los pies del reo se depositó una gran cantidad de leña. El ambiente era cada vez más macabro. Seguían los lloros, las expresiones de dolor y miedo. El sonido de la plaza se amplificó, cuando se roció un líquido inflamable sobre aquellos trozos de madera que se amontonaron bajo el alto cuerpo del condenado.
De pronto, entre un gemido más fuerte y expresivo del pueblo se lanzó una antorcha encendida, que prendió con inusitada rapidez y creció la llamarada por toda la efigie del reo. Y el bullicio se acrecentó. La pira iluminaba el espacio de muerte...
Todo parecía más negro aun. La noche, la vestimenta, los gritos y sollozos. Muchas mujeres y jóvenes se tiraron al suelo y en autenticas catarsis se retorcían, rotaban y gemían por aquel reo que poco a poco se iba consumiendo. Dolor y luto. Crispín recibía las olas de fuego y su cuerpo vestido con coloridos ropajes se iba transformando en negras cenizas en la oscura noche...
El carnaval había llegado a su fin. Y Crispín, el muñeco-símbolo del Carnaval en aquel pueblo, se iba diluyendo entre el gemido de una gente, que le comenzaba a echar de menos y no quería que acabase su corta existencia. Con él se iba la locura y retornaba la rutina...

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