29 de mayo de 2009

En la Hijuela...

En la Hijuela del Botánico brotaba el aroma de la primavera. Por doquier las flores crecían bañando el ambiente con su colorido y sus nectares. Las mariposas jugueteaban danzando de un lado a otro, brincando de aquí y allá. La tierra regada unía su olor a otras frágiles sensaciones. El sol brillaba golpeando sobre las hojas vigorosas de la higuera del Himalaya. Los caminos del jardín se bifurcaban una y otra vez. Los espacios se mostraban con la riqueza exuberante de una naturaleza henchida. Más lejos, se oía el canto del agua que se esparcía fina sobre otras plantas. El jardinero iba deslizando aquellas bocanadas de agua fresca sobre los cuerpos desnudos de las hortensias, de los viñatigos, bajo la mirada atenta del drago.
Allí, en un rincón sentado en el banco de madera, junto a la gran araucaria, le encontré mientras leía a Pío Baroja. Concretamente el artículo " El dogmatófago". El joven estudiante pasaba horas metido en aquel lugar alejado de la vorágine del tiempo. Su pensamiento iconoclasta encontraba en la lectura un asidero para sus elucubraciones. Y pasaba las páginas, una tras otra con la delicada sensación de estar tocando pétalos. Por su cabeza iban creciendo las nuevas propuestas, los descubrimientos de nuevas actitudes y voluntades. Se despertaba su capacidad crítica y sus ansias de nuevos horizontes. Se abría, en aquella primavera, un mundo nuevo lleno de esperanzas y de soles.
Hoy he vuelto a estar allí. He ido caminando entre los senderos del viejo jardín, recordando aquellas tardes en que aprendía a devorar dogmas.

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