10 de octubre de 2010

Viejas, nuevas palabras...

  En recuerdo de un profesor que dejó huella.
                                                
Le vi llegar  con un manantial de libros en sus manos. Le vi  contento al entrar en aquel hervidero ante jocosos mozalbetes y  se acercó hacia nuestros garabateados pupitres.
Aquella mañana vestía  pantalones  grises, camisa a cuadro y pullover de lana, largo y verdoso. Su pelo disuelto, enmarañado, unos espejuelos con gruesa moldura de pasta sobre su nariz. Su mirada  abstraída, de carácter algo soñador. Su cuerpo alto,  medio desgarbado y con andar preciso. Su palabra a media voz, entre la estampida de aquella prole, fue imponiendo el silencio y la atención. Por las ventanas de guillotina, abiertas al Valle, entraba un aire limpio, un aire nuevo mientras  las campanas de la iglesia lejana marcaban el rotar del tiempo.
Aquella mañana, el joven licenciado de acento castizo y mente escrutadora, tranquilo y con verbo fluido habló sobre los libros.  Habló del placer de su lectura llena de tantas historias. Habló de aquellos hombres que se dedicaron y dieron su vida por escribir. Sus palabras nos  invitaban a iniciarnos en aquella aventura.
Alargó sus manos y fue sembrando entre nosotros  libros de su colección; obras de Baroja, Azorín, Machado, Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez, Galdós…, Miguel Hernández, Lorca...Buero Vallejo. Nosotros, tan acostumbrados a novelas policiacas. Nosotros los aficionados  a las aventuras del  lejano Oeste, estábamos absortos. Nosotros fieles del capitán Trueno y de Ingrid, del Jabato, o de tantas otras historietas nos íbamos a meter en un extraño laberinto. Pero sus palabras, entrañables palabras, fueron calando en nuestro ánimo abierto por la curiosidad.
Pasaron las horas, pasaron los días, y pasaron las semanas de aquel curso decisivo. Y viajamos por las tierras de Castilla,  acompañamos a Santi Andía, conocimos el mundo esperpéntico de la vieja Galicia, las guerras del siglo XIX,  a la poesía la vimos venir pura, sin ropajes,  volamos al Nueva York surrealista, o paladeamos los sinsabores de las nanas de la cebolla para matar el hambre, tras la cruel  contienda fratricida. El tiempo nos desvelaba otros caminos, al tiempo que íbamos ganando otras guerras a la ignorancia y al desaliento.
Un día me dejó su libro “Historia de una escalera” y me abrió hacia un mundo más amplio cargado de otras significaciones: un mundo de decadencia, sin ilusiones, ni futuro. Un mundo, entre la monotona realidad de un horizonte cerrado, que reflejaba una España impregnada de un solo color. Y aquel autor, Buero Vallejo, supo dibujar la vida sin esperanzas de la posguerra.   Parecía que ciertas vendas se iban cayendo de nuestros cegatos ojos.  El profesor nos enseñó a leer más allá de las palabras. Yo lo sentí así.
Le vi años después. Le vi  en la Universidad. Le vi de nuevo como profesor. La semilla  ya estaba plantada, ya germinaba y crecía. Solo había que regarla cada día para poder captar esa otra realidad escondida. Años después  me acercó al mundo de los archivos. En ellos vislumbré algo más que viejos legajos polvorientos, escritos de escribanos y firmas de mandamases. Me encontré con la  Historia de mi pueblo. Y supe leer más allá de las viejas palabras.

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