Mármoles
Caminaba ensimismado entre los densos laureles que circundaban la plaza, y la gente bullía en aquella mañana dominguera. El resplandor lucía en sus rostros mientras recibían los rayos del sol de invierno. Les calentaba, y entre el ejercicio del paseo o por estar sentados en los bancos acurrucados bajo el efecto de aquel milagro tempranero, manifestaban su gusto por la vida. Él seguía a su paso, cuando unos golpes comenzaron a sonar cercanos. Eran los sonidos de los cinceles y los martillos que componían su canción repetitiva. En una entidad bancaria de la esquina, se hacían reformas y poco a poco la fachada comenzaba a mostrar sus interioridades. La piel verde, rosada y negruzca que lo recubría caía hecha pedazos. Sorprendía un poco esa actividad en una mañana de día festivo, pero se veía la mano del capital que quería dar una nueva imagen en plena crisis.
Los trabajadores, prestos y activos, continuaban con sus labores, mientras los paseantes se fueron adaptando a aquellos sonsonetes agudos. De vez en cuando, echaban una mirada hacia las obras, y se daban cuenta del poder de los bancos que aceleraban su transformación física en los exteriores, pero seguían con los poderes de siempre. Bajo su gorra, paseaba raudo sobre aquellas losetas pardas y entre las sombras de los ramajes casi pelados. Algunas hojas se veían aun en los suelos, testificando el paso del tiempo.
Continuaba inmerso en sus elucubraciones y anhelos. La edad pasaba por él, pero desde hacía algunos años se había introducido en una nueva faceta de su vida. Había dejado atrás su trabajo y comenzó la etapa de la jubilación. Pensó que era su momento de retomar y dar rienda suelta a sus impulsos creativos que le rejuvenecían y le hacía mirar la vida con otros ojos. Se encontraba más vivo, atento a cada cosa que le inspirase, aunque a veces, sentía que estaba olvidando un mayor contacto con los demás. De vez en cuando recordaba a aquel personaje de una película de Ingmar Bergman, que veía como su vida había estado marcada por su individualismo, alejado del calor humano. Recordó las escenas de aquel viejo que había descubierto que su vida estuvo ligada a su preocupación personal, a su entrega al trabajo, pero que había perdido mucho en las relaciones humanas. Y vio el resto de las secuencias que le produjeron una sensación de vacío.
Volvió a escuchar el zumbido de las lascas del mármol chocando contra el suelo pardusco. Entre el polvo se esparcían los pedacitos rosados, negruzcos o verdosos. De pronto cayó en la cuenta. Se acercó hacia la obra. Se dirigió al trabajador que retiraba los despojos. Le preguntó, ante la cara perpleja del obrero, si podía llevarse algunos de aquellos trozos de mármol caído. Le dio el visto bueno, y comenzó a seleccionar algunas de aquellas piezas que iba escogiéndolas con esmero. A veces, las manipulaba, moviéndolas a un lado u otro, hasta encontrar la que era válida. Agachado, encorvado hasta el suelo seleccionándolas, mientras mucha gente que paseaba se quedaba extrañada al ver a aquel hombre, entrado en años, que parecía que padecía el síndrome de Diógenes al meter en una bolsa aquellos pedacitos de basura .
Dio las gracias a los trabajadores, y marchó llevándose aquel regalo. En la casa buscó aquí y allá. Fue colocando pequeños trozos sobre algunos muebles. Trajo algunos de sus nuevos trabajos y comenzó a colocarlos encima de los mármoles, rosados, verdosos o negruzcos. Cada obra fue encontrando la peana adecuada. Sus nuevos modelados parecían diferentes, más destacados sobre los nuevos apoyos. Las pequeñas esculturas se enriquecían con los trocitos de mármol tirados para lavarle la cara al Banco, hacedor de la crisis. Y su cara, cargada de barba blanca, y pelos deshilachados, resplandecía ...